Entre las calles Pedro Martinto y Tacna del distrito de Barranco en Lima, había en los años 1960 una construcción grande que estaba abandonada. Perteneció, entre los años 1930/40, a la Compañía Nacional Hotelera del Perú que funcionó allí en esos años. Dicha organización formaba y entrenaba mozos y personal de servicio para la industria hotelera de Lima, asimismo tenían un servicio de lavado y planchado de ropa de cama y otros elementos que proveían a los diversos establecimientos de hospedaje de la ciudad.
Cuando la empresa cerró sus operaciones a fines de los años 40, después del devastador terremoto del 24 de mayo de aquel año, el edificio y los terrenos que la circundaban quedaron abandonados cerca de veinte años hasta principios de los años 60. La empresa que había funcionado en aquel apacible lugar, luego de su cierre definitivo, dejó aquel edificio de forma rectangular que abarcaba desde la esquina norte de la calle Pedro Martinto y la cuadra cuatro de la calle Tacna hasta el malecón Souza, al sur de aquel se hallaba la parte trasera del rancho de la familia Dasso y una huerta donde se cultivaban frutas, verduras y hortalizas cuya propietaria era la Congregación de las Franciscanas Misioneras de María. Al lado norte del edificio abandonado había un terreno eriazo donde hubo casas que fueron destruidas por el terremoto de 1940. Allí queda hoy en día la calle Las Magnolias. En el interior del edificio abandonado había cilindros de cartón llenos de sábanas que abastecían las necesidades de las casas de pensión y hoteles de la época, ropa de cama usada, un antiguo piano de origen europeo así como muebles diversos y enseres de todo tipo: mesas, sillas, vitrinas, aparadores, cuadros, etc. El local tenía la forma de un hotel, con una entrada principal en la tercera cuadra de la calle Pedro Martinto, y en el interior había un pasadizo largo de forma rectangular que parecía una galería a cuyos lados se hallaban numerosas ventanas de madera de dos hojas con persianas del mismo material.
En el invierno la neblina invade el acantilado de Barranco y las calles aledañas a él, y es en esa época del año cuando los vecinos del lugar escuchaban música proveniente del piano y el sonido característico que originan las reuniones donde hay muchas personas. Cuando algunos curiosos se acercaban al lugar no había nada ni se escuchaba sonido alguno. El silencio asolaba el lugar y solamente el viento frío que provenía del malecón producía un sonido que parecía un silbido agudo, lento y misterioso. Sin embargo, algunas personas vieron en diversas oportunidades sombras moviéndose en la oscuridad de la noche. Eso era frecuente en aquella casa abandonada. A veces los muchachos barranquinos íbamos a curiosear por el lugar. Solamente escuchábamos el ladrido de un perro cuando todos sabíamos que en ese lugar no moraba nadie. Eso nos atemorizaba y asustados nos íbamos corriendo. Sin embargo, cada cierto tiempo, volvíamos “pues queríamos escuchar el piano” en las noches de luna del invierno barranquino.
Una tarde de verano, a principios de los años 1950, cuando los muchachos de la patota de la Plaza Torres Paz, recorríamos el balneario de Barranco haciendo palomilladas, llegamos a la cuadra tres que es el final de la calle Centenario y nos paramos frente a la casa de la familia Dasso situada al lado norte de la misma, donde hoy en día hay un enorme edificio y cuya parte trasera daba a la cuadra tres de la calle Pedro Martinto donde se hallaba la antigua empresa de servicios para hoteles. Otros familiares de los Dasso vivían en la cuadra tres del Paseo Sáenz Peña en la bella casona en la que actualmente se filman telenovelas y funcionan Talleres de Teatro.
Ese día los muchachos de la patota decidimos apostar “quien era él más macho”, quien se atrevería a ingresar al edificio de la calle Pedro Martinto. Decidimos jugar al “Yan Ken Po” que es un artilugio muy eficaz para lograr resultados en los sorteos o apuestas y se juega con las manos entre dos personas. Influye el azar en las tres siguientes opciones: Papel, envuelve la Piedra y gana - Piedra chanca la Tijera y gana, y Tijera corta el papel y gana. En esta forma se comparan las dos jugadas y gana el de la opción señalada, para lo cual se ponen las manos hacia atrás y luego se muestran con la opción escogida. Después de varios intentos fueron perdiendo varios muchachos y resultó ganador un amigo que vivía en la calle Juan Fanning. Un muchacho “picón”, que así se llama a los que no les gusta perder y nunca faltan, le dijo resueltamente: “si tú eres el más macho quiero ver si te atreves a entrar a la casa de Pedro Martinto en la noche”. Él contestó altaneramente: “yo no soy gallina como ustedes y lo haré, claro que lo haré” y acordamos que sería la noche de un viernes de aquel verano del 1959. Luego nos fuimos del lugar.
Pasó el tiempo y llegó el día esperado para apreciar la valentía “del más macho del grupo”. A las nueve de la noche nos dirigimos hacia la casa de la calle Pedro Martinto. Al llegar, la calle estaba totalmente desierta y un silencio sepulcral invadía el lugar. Nos atemorizamos, pero “el más macho” nos dijo:
- Entraré a la casa por una ventana que tiene los vidrios rotos que hay en la parte que da a la calle Tacna que ayer he visto.
Con mucha seguridad en sí mismo, se dirigió resueltamente hacia el lugar indicado, lo acompañamos y cuando ingresó al edificio por la ventana el resto de muchachos nos fuimos a la esquina para esperar sentados cuanto tiempo duraría en aquel lugar “el más macho del grupo”.
Al cabo de una hora de espera escuchamos ruidos extraños, el sonido de un piano y el ladrido feroz de un perro que parecía estar atacando a alguien. De pronto apareció nuestro amigo corriendo, sudoroso y muy agitado quien pasó corriendo a nuestro lado diciéndonos muy agitado: “vayámonos que allí penan” y siguió corriendo. Nosotros hicimos lo propio. Al llegar a la avenida San Martín nos dirigimos corriendo al Parque Confraternidad y allí en un lugar donde había juegos infantiles, frente a las cuadras doce y trece de la avenida Grau, nos sentamos en las bancas y él nos contó la siguiente historia:
“Cuando entré a la casa había un silencio sepulcral, yo tropezaba a cada rato con muchas cosas que allí hay pues todo estaba totalmente oscuro. Llegue a un sitio que parecía una sala grande y por el resplandor de la luz de la calle que entraba por algunas ventanas sin vidrios me di cuenta que había un piano y muchos muebles cubiertos con tela que parecían fantasmas sentados, esperándome. Me armé de valor y me senté en uno de ellos, cerré mis ojos y cuando estaba quedándome dormido de pronto el piano empezó a tocar música europea, creo que era un vals de Strauss, lo sé porque a mi padre le gustan mucho. Junté mis párpados para ver mejor en aquella oscuridad y entonces vi que ¡¡en el piano no había nadie!! En eso, apareció un perro enorme de color negro, sus ojos eran de color rojo y brillaban en la penumbra, el animal empezó a ladrarme con ferocidad. Yo me asusté y salí corriendo como alma que persigue el diablo. Me escondí en un armario al que llegaba la tenue luz de la calle y me quedé allí largo rato esperando que el perro se fuera. Cuando salí vi varios bultos que se movían de un lado a otro, una luz brillante iluminó la sala y en medio de ella estaba una niña, pálida como un cadáver, sus ojos y boca estaban huecos y mirándome fijamente dijo:
- Yo he vivido aquí con mis padres que eran empleados de servicio, un día fallecimos por culpa de la tuberculosis que mató a varios de los que aquí trabajaban, pues les explotaban y hacían trabajar más de lo debido sin casi darles alimento. Eso los fue debilitando y por ello muchos murieron. A mis padres y a mí nos enterraron en un espacio que hay en el malecón frente a la casa de los Dasso y salimos de vez en cuando a buscar quien no dé cristiana sepultura. Por eso, cuando la gente pasa de noche por el lugar se asusta cuando nos vé.
Entonces miré a mi alrededor y vi varios esqueletos que me miraban sonrientes como si se burlaran de mí. Yo estaba muy asustado, y en ese instante, -recordando un consejo de mi madre- me persigné y desaparecieron de inmediato. Yo quería salir del lugar, pero debía cumplir mi promesa hecha a ustedes para ser el más valiente de la patota y seguí explorando aquel pasillo largo y oscuro donde me encontraba. Caminé hacia el lado oeste que da hacia el malecón y en ese momento un olor nauseabundo y fétido penetró en el lugar, casi me asfixio por eso grite tan fuerte como pude. Otra vez quise irme hacia la calle, pero mi terquedad hecha valentía me impulsaba a seguir y al hacerlo sentí una extraña presencia detrás de mí, yo no sabía que era pero la sentía pues cuando yo caminaba ella también lo hacía, yo paraba y ella de igual forma. En ese momento me molesté y sacando fuerzas de no sé dónde le grite: ¡¡Fuera de aquí carajo!! Y la presencia desapareció. Sonreí pensando “he asustado a un fantasma” y ello me estimuló para seguir explorando.
Antes de llegar a las ventanas que dan hacia el malecón -continuó relatando el valiente muchacho- divisé un cuarto y quise ver que había en él, debo decir que felizmente podía hacer todo este recorrido porque por las ventanas, que como les repito, tienen los vidrios rotos, penetraba la luz de la calle Pedro Martinto. Ingresé al cuarto y vi varios bultos de forma alargada. De pronto el lugar se iluminó –igual que en la sala- y noté que aquellos bultos eran féretros en los que varios difuntos estaban sentados mirándome sonrientes como los que vi en la sala donde vi a la niña. Otra vez grité y todo desapareció. Ya no aguanté y salí corriendo del lugar y por fin divisé las ventanas que daban hacia el malecón. Me asomé a ellas y en la pista del malecón había serpientes de todos los colores y tamaños que reptaban queriendo subir al edificio. Allí fue que me puse histérico y empecé a correr a lo largo de todo el pasillo y a medida que lo hacía vi a la niña, al perro, al piano, a los esqueletos y seguí corriendo sin parar hasta hallar la ventana por la que entré. Y aquí me tienen y les digo que “no soy tan macho como he querido aparentar ante ustedes”. Todos escuchábamos aterrorizados. Después de un rato nos fuimos a nuestras casas pues ya eran cerca de las doce de la noche, la hora en que las almas en pena y los fantasmas, salen a pasear por las calles de Barranco.
Por FREDDY BRAVO ESPINOZA.
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